El Capítulo anterior (Visible aquí), lo finalizaba diciendo que el cambio del Centro Clínico del Olaya a la Clínica San Diego en Bogotá, en cuanto a comodidades, e infraestructura de las edificaciones fue algo así como bajar de un Ferrari y montarme en un R4.
La primera imagen que tengo al ingresar a ese Centro hospitalario fue la de un bulto en camilla, envuelto en sábanas blancas, y que sin ninguna duda se trataba de un cadáver. En tono irónico, e incluso hasta burlesco, le dije al conductor de la ambulancia “yo de aquí no salgo así ni por el putas hermano, de aquí salgo cantando, bailando y caga’o de la risa”, y sin ninguna sutileza ni delicadeza, más bien como desafiando mis palabras me respondió, “Dios lo oiga mijo, porque la mayoría que entran aquí salen muertos”. Era una clínica especializada en cancerología, y por lo tanto nada extraño que al día sacarán dos, tres y hasta más cadáveres, como pude constatarlo durante el poco más de un mes que estuve allí.
Por si fuera poco, en la primera habitación que visualizo veo a un paciente con careta, oxígeno, cables y sondas por todas partes de su cuerpo y ya sin alientos ni para quejarse.
Esa imagen, más otras que vi, y que ya les contaré, agregando la respuesta del conductor de la ambulancia, las sumé al reto que me había propuesto desde el momento en que me dictaminaron el mal…¡sobrevivir!; no sería uno más de ese montón, sino uno de los pocos que lograban salir vivos. Y aquí estoy contándoles la historia. Les recuerdo que para ese entonces, las estadísticas de la Ciencia a nivel mundial indicaban que solo el 10% de los que padecían “Cáncer de estómago” lograban sobrevivir. La mayoría de ese porcentaje en situaciones muy difíciles, pero sobrevivían. El problema conmigo es que no quería vivir en la forma como estaba el paciente que acababa de ver, y fue cuando empecé a sentir el deseo de “no salir, si no salía bien”. Ya no se trataba solo de sobrevivir, sino de continuar con mi vida de lo más normal posible como hasta ese día. Pedía imposibles, pero es que siempre me han gustado.
Me fue asignada una habitación al fondo del pasillo de la primera planta de la clínica, por lo que el paisaje que visualizaba a lado y lado antes de llegar a ella era de hombres y mujeres que “estaban más allá que acá”. La mayoría de ellos parecían “muertos vivientes”, y les confieso que se me aguaron los ojos. No por ellos, sino de pensar que mis “Muñecos preciosos” me pudieran ver asi en pocos días. Les había prometido regresar a casa en la misma forma que había salido, aunque ya sin estómago.
Esas escenas deberían ser clausuradas en todos los hospitales, pues me parece que dejar las puertas abiertas para que todo el mundo vea con pesar o lástima a los pacientes es una humillación para ellos, y una desmotivación para sobrevivir del que entra. Al verlos, se ve uno así mismo, con ese o peor sufrimiento. En mi caso, fue en ese momento en que pensé por primera vez que iba a morir, o mejor, en que me sentí ya muerto.
Desde el comienzo, mi compañero de habitación fue un chiquillo de 16 años a quien después de fracturarse una pierna jugando fútbol le habían detectado una especie de lunar, verruga o tumor en el muslo y que bien podría ser un tipo de cáncer. Llevaba 15 días en revisión y exámenes pero no le habían dado aún el diagnóstico final. Lo saludé muy alegremente mientras él me respondió con una carita de tristeza que me rompió el alma. ¡Era un niño!. “Mi vida a cambio de la de él” -llegue a pensar- Qué más daba?, qué no había vivido a mis 54 años de vida?, y qué tan poco habría podido vivir ese muchachito. Mientras yo ya empezaba a doblar la esquina, él apenas comenzaba a cruzar la calle. No era justo que él se fuera y yo me quedara, pero desgraciadamente ni la vida ni la muerte son cuestión de justicia, sino del destino que a cada quien le toca.
En mi libro “Cáncer – Historia de Vida” y que como lo dije en el primer capítulo de esta narración aspiro publicarlo en Junio del 2022, conocerán cómo acabó este episodio dentro de mi historia. Lo que si les adelanto es que fue extremadamente triste y doloroso como, dada la situación económica de esa clínica, más la de la familia del chiquillo, tuve que ver durante muchas noches a su madre durmiendo en el suelo de la habitación envuelta tan solo en una cobija. En varias ocasiones le cedí mi cama y yo me tiraba al suelo, pero como las normas hospitalarias lo prohibían tuve varias llamadas de atención, y me vi obligado a desistir de la idea. Hoy puedo decir que esas, están dentro de las escenas mas tristes que he tenido que ver en mi vida. La impotencia de no poder hacer nada me enfermaba más que el cáncer que estaba padeciendo.
En las largas horas y días de conversaciones que sostuvimos con ese jovencito, al expresar entre lagrimas su preocupación porque le detectaran cáncer y tuvieran que amputarle la pierna, como una forma de consuelo asi sonará a chiste, le decía, “tranquilo hermanito, que si eso ocurre yo dono una de mis piernas para que puedas continuar con tu vida completito”. Si tendría que acostumbrarme a vivir sin estómago, cómo no podría acostumbrarme a vivir sin una pata. Dejé de decírselo, pues en las ocasiones en que la madre me escuchaba, entraba en un llanto inconsolable. No se si lloraba de angustia pensando en ver a su hijo sin una pierna, o verlo con una de las mías, pues la verdad es que son bien feas. “Es lo único feo que tengo”, pero me gusto todito.
Transcurrían los días llenos de exámenes de todo y por todo, pues las dudas sobre el tipo de cirugía que tenían que practicarme no lograba ser acogida en mayoría por los galenos que componían la Junta médica de ese hospital. En el próximo capítulo les describiré exactamente el tipo de cáncer que tuve, lo mismo que las diferentes alternativas quirúrgicas existentes, e igualmente los pros y contras de cada una de ellas explicadas por los médicos .
Como es muy cierto que la vida se la da uno mismo en cualquier parte, máxime en ese caso que sabía el día en que entraba pero no en el que iba a salir de tal situación, comencé a vincularme al ambiente hospitalario en medio de mi “picantoso humor” y “sana coquetería” con las enfermeras. Aclaro eso si que no soy coqueto, sino simplemente “un ferviente admirador de la belleza femenina”.
Sin embargo, mi mayor y mejor vinculación fueron en las noches de “tertulias” hasta altas horas de la madrugada con todo el personal de médicos, enfermeras y demás, hablando especialmente de “COLEXRET”; de esa causa que no abandoné en ningún momento de ese episodio de mi vida, y de la que me he enamorado mucho más después de. Bien puedo decir sin derecho a equivocarme, que al lado de mis hijos es lo más importante en mi existencia.
En esas charlas comprobé una vez mas el desconocimiento tan grande que existe internamente en nuestro país sobre la temática migratoria colombiana, y el concepto tan equivocado que se tiene de quien emigra. Salvo uno de los médicos, quien había vivido por 3 años en Londres, los demás desconocían que más de cinco millones de colombianos residimos fuera del territorio nacional, y no precisamente en las cómodas y sobradas condiciones que allá se imaginan. Eso si, salvo casos muy aislados, no aguantamos hambre ni vivimos en la miseria. Quienes vivimos fuera de nuestro país no le pedimos al Estado colombiano limosnas, solo que se respeten y/o nos concedan los derechos a que tenemos lugar por ser colombianos, sin importar el sitio donde nos encontremos. Que los Planes, Programas o Gestiones sociales emprendidas por el Estado para sus conciudadanos, abarquen igualmente a quienes se encuentran fuera del territorio nacional. Nuestra condición de colombiano no se pierde por el hecho de cambiar de lugar de residencia, y por ende deben cobijarnos todas las garantías dadas a quienes viven internamente en Colombia. Así lo describimos con Lucy Torres en nuestro primer libro “Gestión Migratoria Inexistente” de la colección “Colombianos Invisibles, descargable aquí.
Al conocer el personal del hospital que era un “Activista de derechos humanos” mediante la causa “COLEXRET”, noté ciertas atenciones de privilegio para conmigo, y eso me llenó de más responsabilidad para ejercer ese activismo también ahí en el hospital. Los derechos humanos se defienden sin importar géneros, razas, edades, lugares ni fronteras, pues un derecho no es lo que nos deben dar, sino lo que jamás nos deben quitar.
Donde hayan injusticias y esté Ricardo Marín Rodríguez, siempre habrán debates, porque lo que menos hago es callar. Por qué he de callar si nací gritando?, y en este caso no fue la excepción.
Cuáles fueron esas injusticias, cómo reclamé y exigí soluciones, a quienes acudí?. Resultados y demás los conocerán en el próximo capítulo.
Así sea el mismo cáncer o en el mismo sitio, las reacciones, comportamientos y resultados en cada persona suele ser diferentes, y algunos, o la mayoría incurables, pero aún así, quienes lo estén padeciendo, recuerden:
“Nunca rindan el animo, solo por medio de fatigas se logra la victoria”. No se entristezcan pensando en que van a morir, alégrense pensando que seguirán viviendo. “Antes y más importante que el final, es el proceso para llegar allá”.
Hasta el próximo capítulo,
Ricardo Marín Rodríguez
Fundador y Director “COLEXRET”
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